El «pasador» (capítulo III)

 

Adam se despertó aún aturdido, con la cabeza dándole tumbos y la vista difusa. Lo último que recordaba era esa bala atravesando su hombro y su vista nublándose poco a poco hasta que perdió la consciencia… Lo otro, quién le había llevado hasta su dormitorio… ni lo sabía. Se palpó la extremidad que había sido victima de la metralla: estaba debidamente vendada y desinfectada, apenas le dolía al moverla, aunque notaba que le costaba más de lo habitual.

-Umm… Parece que el paciente se ha despertado- dijo la voz de… ¡Richard Upwell! Estaba mirando absorto por la única ventana que tenía la habitación.

-¿Qué haces aquí?

-¡Vaya descortés! -espetó el otro con un aspaviento, sin apartar sus ojos de la calle. Por la luz Adam dedujo que sería por la mañana-. Por lo menos podría darme las gracias, le he salvado la vida.

-¿¡Cómo!?

-Lo que usted oye. A ver, difícil resultó con todos los agentes por ahí, pululando e impidiendo a la gente entrar en la cafetería. Pero soy algo carismático y conseguí rescatarle. Y perdone por el incidente de la policía, no estaba planeado.

-Me debes una gorda, “Up”. Al menos me habrás traído la pasta.

-No. No acabó la tarea que le encargué -respondió, girándose hacia él.

-¡Pero no fue porque no quisiera! Esos polis lo estropearon todo. Y de todos modos, los habrán encerrado en unos calabozos…

-Créame, ya me gustaría a mí que hubiese sido así. El Juez Superior de Westport, William Goldman, los ha absuelto y puesto bajo su protección en la “Free Home”, una residencia llena de intelectuales exiliados.

-¡Pero si la orden de arresto la dio él mismo! ¡No me mientas!

-Ese juez es amigo personal de la reina y un gran terrateniente. Tiene la influencia necesaria para salvar a más de uno de esos pensadores y protegerlos. Y el arresto lo mandó hacer para que su jefe, el Juez Superior del Tribunal Real, no lo hiciese antes y los condenara a muerte a los dos.

-Bueno, bueno, al grano. Quieres que vaya a esa casa llena de gente lista y acabe la faena, ¿no?

-En efecto.

-Suelta al gallina un poco más y te aseguro que no vivirán cuando el sol baje.

-Hasta que los mate no hay más dinero. Recuerde el trato y que usted puede vivir gracias a mi material. Piense en cómo viviría si no le permito vender. -Adam no respondió a ello, pero sabía perfectamente la respuesta.

-No se hable más- contestó duramente.

-Tome -dijo, ofreciéndole un sobre que tenía guardado en el bolsillo interior de su chaqueta-, aquí tiene un correo firmado por la madre de Juan de Espronza, un escritor que se refugia allí. Vaya y diga a los guardias de la entrada que se lo tiene que entregar a él.

 

Luis Serrano

Luis Serrano

 

Adam había cogido la línea de tranvía que llevaba al extrarradio de la ciudad y a partir de allí había andado hasta aquellas zonas donde aún el plomizo y frío cemento no había llegado, y las viejas y señoriales villas de los terratenientes adinerados se repartían aisladas muchas veces entre jardines y prados verdes, conectadas por húmedos caminos de tierra partidos a la mitad por una hilera de yerba.

Una de ellas resaltaba de entre todas, con su madera blanca, como de nácar; y un tejado rojo que se alzaba excéntrico entre todos esos palacetes. Aquella mansión de la calle “Salvation”, número tres, estaba delimitada por una verja de hierro con pinchos en su extremo superior, y custodiada en las puertas del vallado por dos soldados que charlaban tranquilos en aquel apacible día soleado. No obstante, al verle dirigirse hacia allí, cambiaron sus sonrisas por tercas muecas.

-¿Qué desea?-le dijo uno.

Adam le tendió la carta, con la debida nota que indicaba que él debía entregarla en persona. El  hombre tornó sus ojos y le miró de reojo por encima del papel. Se la volvió a dar e hizo un gesto con la cabeza a sus compañeros para que le dejaran pasar.

-Conozco la firma de María José de la Rosa. ¡Si no, ni le dejaría pasar! -comentó a sus espaldas al otro soldado.

Otro hombre guardaba la puerta. Subió por las crujientes escaleras al portal e hizo lo mismo. Estaba ansioso y le sudaban las manos…; tenía tanto miedo de que le pillasen y le arrestasen. No obstante el otro también hizo la vista gorda, abrió la puerta y le invitó a entrar.

-Tendré que guiarle, ¿no? Nunca le he visto por aquí -fue lo que le dijo.

Entraron por un vestíbulo que daba paso a un largo pasillo con varias puertas a cada lado; y que, por lo que se veía por los cristales de una ventana enrejada del fondo, daba a un amplio jardín. En todo ese corto trayecto Adam no pudo dejar de mirar de reojo el fusil que poseía el hombre y su enorme bayoneta… ¿¡Cómo saldría luego de allí!? No lo había pensado…

Le invitó a entrar en una de las habitaciones que surgían del pasillo. Le dijo un suave “Adiós” y cerró la puerta tras de sí. El salón olía a libro viejo, ese aroma que desprenden las hojas amarillentas  que se parece tanto al de la vainilla, pero sin llegar a serlo del todo. Y no era por casualidad: las paredes estaban cubiertas de volúmenes encuadernados en un cuero ya descolorido por el tiempo. Varios escritorios se repartían por la gran sala, muchos con máquinas de escribir, pero lo más resaltable de todo era una enorme chimenea donde ardía un fuego intenso, alrededor de la cual se situaban unos sillones forrados de tela carmesí.

En esos sillones estaban sentados Karster Maier y Fremont Engraf junto con otro hombre. Él tenía una media melena rizada y negra, como una noche cerrada, que llegaba hasta poco más de las orejas. Poseía asimismo un bigote, y una perilla que partía desde su labio inferior y que sobresalía de su mentón como si fuese la de un chivo. Su ojos eran tan negros como sus pelos y su piel… Su piel parecía la de un muerto, un muerto viviente, aunque en sus ojos brillaba el ímpetu de la juventud.

-Parece que aquí llega mi correspondencia -comentó a los otros, señalando con el pulgar-. Mi madre es muy estricta con que el mozo me la entregue en persona. ¡No se fía de nadie!

Adam se acercó hacia ellos. Aún dudaba sobre si hacerlo o no. Si lo hacía, estaba seguro de que las férreas balas de los guardias le alcanzarían; y, si no le apresaban al momento, se le pondría en búsqueda y captura. Por otra parte, si no lo hacía, “Up” no le permitiría pasar y se quedaría sin dinero y…

Le tendió la carta a Espronza y este alargó su brazo. En el momento en que los blanquecinos dedos del intelectual tocaron el papel, y en un impulso repentino, Adam metió su mano en el interior de la gabardina, sacó el revólver y apuntó a Karster.

Presionó el gatillo y la bala alcanzó el techo. ¡Mierda, alguien le había empujado y se había caído al suelo! Un puño golpeó su cara. Abrió los ojos y lo que vio fue que una mujer le había placado y que el otro puño de ella iba a caer sobre su cara en unos instantes, mientras que Juan de Espronza gritaba ayuda a los guardias y Karster Maier empezaba a respirar de forma acelerada, pareciendo tener una especie de ataque nervioso.

Una vez llegaron los guardias, esa mujer, más bien esa chica, se levantó y dejó de golpear su magullada cara. Le ataron de pies y manos a la pata de una mesa y le dejaron allí, esperando a que el tal “Lord Goldman” llegase, pues ese era el maldito día en que iba a hacer una visita a sus acogidos.

Le sirvieron una infusión de yerbas a Karster para que se tranquilizara y esperaron; mientras, el impredecible tiempo de Westport había cambiado a lluvia torrencial. Adam miraba las gotas de agua competir en los cristales de la ventana mientras saboreaba la sangre de su boca. Le dolía toda la mandíbula y apostaba a que tenía un ojo morado.

La chica que le había causado eso le miraba fijamente desde uno de los divanes carmesí. Tenía una cara maquillada de blanco según mandaba la moda, pero con unas mejillas resaltadas con un polvo rosado. Sus ojos azules, que podían ser inspiración para un poema, se le antojaban duros y fríos como las aguas del ártico, y su cara terminaba en un fino mentón. Su cuerpo parecía ser ligero, y sus brazos eran delgados, pero no débiles, como había sentido Adam.

La puerta se abrió. William Goldman cerró dando un portazo; parecía nervioso. Se quitó el sombrero de copa alta para saludar según el protocolo, pero rápidamente lo rompió. Dejó la prenda sobre una mesa y preguntó qué había ocurrido, sin ningún lirismo en su voz.

 

CONTINUARÁ

 

Manuel de Castro de Diego  (Cuarto de ESO – B)

 

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