El «pasador» (capítulo IV)
William Goldman observaba detenidamente al adolescente que tenía retenido en el cobertizo de la “Free Home”. Estaba atado por las manos a la columna central con unas cuerdas que, pensó Will, le debían de hacer daño en las muñecas, de lo ajustadas que estaban.
Le subía y bajaba el pecho de manera acelerada y de vez en cuando intentaba escupirle, pero en vano. En cierta manera le recordaba a un animal salvaje enjaulado. El sudor le corría por la frente, haciendo que sus dorados rizos se le pegasen a la piel, y su mofletes estaban hinchados de un color rojo. Goldman se fijó en su perilla, aún poco espesa, y calculó que tendría unos quince o dieciséis años, aunque en esas edades nunca se sabía… En cuanto a su condición social, se notaba que tenía dinero, pero no mucho. Una camisa blanca arrugada bajo una chaqueta marrón y unos mocasines gastados… ¿De dónde diantres sacaría el dinero un muchacho como ese? Normalmente en las fábricas daban un salario que solo daba para comprar agujas e hilos.
-¿Cómo te llamas?-le preguntó, aunque solo esperaba una mala contestación.
-Adam Fremark-dijo el chico con una mueca bastante fea e intentando calmarse; al menos era algo más educado de lo que esperaba…-. Tú eres el juececito William Goldman, ¿me equivoco?
-No te equivocas.
Adam calmó su respiración y apoyó su cabeza en el poste, mirando hacia arriba. Tenía la frente empapada y le molestaba en los ojos…, pero no le iba a pedir al tío que le tenía retenido que se la secase. Al menos, si él hubiese sido el carcelero, no lo habría hecho.
-Bonita casa… Solo le falta más seguridad -dijo irónico consigo mismo.
-Bueno, para eso se tiene a Marie-Jane, para que salve las papeletas en el último instante.
-¿De dónde viene esa muchacha? Tiene un acento un tanto extraño…
-Del Reino de Ret, aunque para ella sigue siendo las Repúblicas Unidas del Tenebroso…; un lío tremendo. El rey volvió y ella tuvo que exiliarse. No creo que al monarca le agradase tener suelta a una de las hijas de las mujeres que participaron en el juicio que llevó a su hermano a la guillotina.
-El destino, se podría decir…
-El destino es esa quimera en la que aún demasiada gente cree…
-Bueno el destino nos ha llevado a esta situación, ¿no? Tú. Yo. Este poste. Esta cuerda.
-Eso o tu intención de matar a los señores Karster Maier y Fremont Engraf. ¿Sabes que eso te puede llevar al patíbulo?
-Bueno, la horca sería una buena solución a mis problemas.
-¿Por qué intentaste matarlos? -le preguntó, cruzándose de brazos.
-Eres muy tonto si crees que te lo voy a decir.
-Tú mismo has dicho que no tienes nada que perder.
-La cabeza. Y te digo yo, William, que si abro esta boquita la perderé en poco tiempo, y no de la manera rápida que me ofreces.
-Ya puestos a perderla, que sea por una causa y no por el miedo a abrir la boca. Me acabas de decir que no tenías intenciones directas de ejecutarlos y que eras mandado por alguien. Y ese alguien puede matarte si dices quién es; lo que es lo mismo que decir que estás amenazado.
-Joder… ¿Por qué haces esto? ¿No sería más fácil pegarme un tiro por intentar cargarme a dos tíos?
-Sí, pero no llegaríamos a la raíz del problema. Y debo recordarte que soy el juez superior del condado. Podría hacer un “truquillo” en tu juicio y que, por razones de colaboración, solo tuvieses que estar dos o tres años en prisión. Sé que suena a mucho para tu edad, pero mejor que subir al cielo o bajar al infierno, según decida tu altísimo. Además, ¿eres libre?
-Deja de preguntarme gilipolleces. ¡Lo era hasta que me ataste a este maldito poste!
-Si estabas obligado a hacer lo que hiciste, me parece que no.
-¡¿Qué más da?! Tenía pasta, y quería más.
-¿Y eso no es ser esclavo del dinero y del trabajo con el que lo conseguías?
-Mira… ¡Deja de comerme el coco! Si me vas a matar, hazlo ya, pero no me digas más bobadas.
William Goldman se rio y cogió un paquete de cigarrillos que tenía en la mesa, sacó uno y lo chiscó. Adelantó la cajetilla, ofreciéndole. Adam aceptó sin dudar: se moría por fumar. El juez se acercó a él, le puso la boquilla en la comisura de los labios y lo encendió.
-Adam. Si me dices quién te ha mandado, te absuelvo de toda carga y te doy mi protección. Si puedo alimentar a diecisiete personas, puedo alimentar a diecisiete personas y un chico.
-Si ese alguien sabe que le he delatado, tus tres inútiles con sus rifles no podrán parar su furia.
William dio una calada y se quedó pensativo. Le acababa de decir que sabía su ubicación, pero a la vez le tenía un gran miedo. Si no le ofrecía protección real, nunca le delataría el paradero de ese alguien.
-Puedes decírmelo ahora y yo puedo mandar una carta para que llenen el perímetro de esta casa de soldados de la reina, para proteger a un testigo importante.
Adam suspiró, cansado de esa conversación. Le parecía que ese juez era demasiado inteligente para mandarlo al patíbulo…, pero tarde o temprano tendría que hacerlo, si no quería perder su puesto. Y la verdad era que, entre perder la cabeza y perderla y que “Up” también la perdiese, prefería lo segundo. “Up” no era más que esos jefes que habían obligado a trabajar a sus padres hasta el mismo día de su muerte: se alimenta de las manos de otros diciendo que de las suyas comen muchos.
-Richard Upwell, pero todo el mundo le llama “Up” -dijo, mientras la ceniza del tabaco ensuciaba su camisa.
-¡El capo de la “white-fury”! -exclamó William, de tal manera que el cigarro se le resbaló de la boca.
Ahora entendía por qué quería matar a Karster y Fremont. ¡Ellos siempre estaban repitiendo lo mala que era esa droga y alentaban a los obreros a no consumirla! Y muchas veces hasta con éxito.
-Sí. Cocina en la calle “Scotland”, número veintinueve, en la “White-factory”, una fábrica que parece abandonada; pero que está más viva que las cloacas de esta ciudad.
William se quedó pensativo. Capturar a Richard Upwell no era arrestar a cualquiera. Era un golpe contra la droga; podría ser la cúspide de su joven carrera.
CONTINUARÁ
Manuel de Castro de Diego (Cuarto de ESO – B)
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