Nuestro bar

MANUEL DE CASTRO DE DIEGO. 4.º ESO B

Entré en un bar. Según he escuchado en las callejuelas y plazas de la ciudad, un bar puede ser un buen reflejo de los ciudadanos que habitan nuestro país; y, puesto que deseo conocerlos, me propuse ir a uno.

Lo primero que vi fue al camarero, un hombre de etiqueta, muy formal. Según escuché a un cliente después, su nombre era Pablo. Hablaba de buenas maneras con una mujer, aunque vi que cuando le daba el cambio se le “olvidó” devolverle un euro ¡Y lo peor es que la chica no se dio ni cuenta! Bueno, aunque un descuido aislado tampoco es grave, creo yo.

Esta muchacha vestía con una camisa a cuadros rojos y blancos. Tenía su pelo rubio recogido con un coletero carmín y murmuraba algo sobre su hermana. Creo que decía que quería entrar en su apartamento, pero ella se negaba a dejarle pasar porque quería robarle comida y porque no le gustaba que vistiera de negro. Su nombre era Amarguras.

Después, me fijé en un hombre de mediana edad, también con camisa, pero de rayas verticales, estas rojas y amarillas, decorada en las solapas con estrellas de cinco puntas. Golpeaba la mesa, por lo que el camarero salió a llamarle la atención varias veces. A mi parecer, su queja era justa: pedía que le atendiesen, pero nadie le hacía caso. Al final Pablo lo echó a patadas del local.

En una esquina, atada con pies y manos con sogas a una silla, y amordazada con un trapo, estaba retenida una hermosa muchacha. No entraré en detalles sobre su enorme belleza, pero parecía que a nadie le importaba. Tan solo recibía malas miradas de Amarguras.

En otra esquina, calentados por una chimenea que menguaba a marchas forzadas, reposaban dos viejos en sendos sillones. Me acerqué a uno de ellos, el más anciano, de mirada sombría y gesto amargo. Un libro amarillo y viejo como él reposaba entre sus piernas. Le pregunté por la chica amordazada, pero solo gritó: “¡dolores, dolores!” a la vez que sollozaba desconsolado.

Al ver que no encontraba respuesta, le pregunté al otro. Se sentaba recto y tenía un palillo entre los labios. Miraba al fuego terco, aunque solo quedasen ascuas. Le pregunté a este por la chica, pero me contestó que tal muchacha no existía y que dejase de decir pamplinas.

En el medio, un chico y una chica abrían la boca, alzaban el puño en un curioso espectáculo de mimos. Actuaban frente a un público de mediana edad muy numeroso, que los miraban criticándolos vilmente. Por un momento, creí que esos mimos venían del norte, de más allá de las montañas que se derriten por el sol, pero luego reflexioné y deduje que los norteños gritaban, pero los que presenciaban solo lo intentaban.

Por último, y frente a un gran televisor que retrasmitía un partido de fútbol, estaban sentados muchos adolescentes en torno a unas mesas llenas de cascos de cerveza vacíos. Eran un tanto extraños, parecían hipnotizados viendo la pantalla. De hecho, me atreví a dar una colleja a uno, pero ni se inmutó y siguió viendo el encuentro.

Salí de allí consternado y sorprendido. ¡Cuánta gente curiosa habita este país! ¡Qué extravagante es nuestro bar!

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