A propósito de la lectura de “Grandes esperanzas”

Mª SOLEDAD HERNÁNDEZ PÉREZ. Profesora de Lengua Castellana y Literatura.

Son varios los cursos que llevo impartiendo la asignatura de Literatura Universal en primero de Bachillerato de HCS y, con la ley educativa anterior, en 2.º curso de la misma etapa. Desde el primer año que empecé, resultó ser una materia muy agradecida, pues había tiempo para la lectura y el comentario de obras y textos clásicos de la literatura universal en clase. Fue, y es, una satisfacción muy grande compartir con los alumnos a Sófocles, Shakespeare, Petrarca, Poe, Baudelaire o Kafka, porque, en el fondo, las clases de Literatura las siento así: compartir a los clásicos, retomar su voz, su palabra, reflexionar los temas que nos proponen, estudiar los personajes y admirar su obra.

Desde hace dos años, a las lecturas de clase he añadido una obra más para leer en casa y posteriormente comentar distintos aspectos en el aula. El curso pasado leímos Ana Karenina de Tolstoiy este, Grandes Esperanzas de Charles Dickens. Mi opción primera fue leer Crimen y Castigo de Dostoyevski, pero los alumnos estaban reticentes con esa obra, pues opinaban que era demasiado larga y a algunos de ellos les habían comentado que era una lectura muy ambiciosa. Por ello decidimos entre todos leer Grandes Esperanzas. El resultado, como siempre que se trata de un clásico, es satisfactorio.

No he sido tan ingenua como para creer que lo han leído mis trece alumnos. Es muy posible que, íntegramente sean diez u once; sin embargo, me ha producido una enorme satisfacción que alumnas que no tienen el hábito de leer como forma de emplear el ocio, lo hayan hecho y les haya resultado grato. Tampoco quiero caer en el tópico de reivindicar que cuando yo cursé Bachillerato, el antiguo BUP, los clásicos de la literatura los leía toda la clase. Al igual que ahora, solo lo hacia una minoría. Es más, puedo decir lo mismo de mi promoción en la facultad de Filología.

Es verdad que se leía más que ahora, y todavía lo recuerdo: el Cantar de Mio Cid, Las coplas de Jorge Manrique, el Romancero, La Celestina, Poesía de los siglos de oro,el Lazarillo de Tormes, El Quijote, El buscón, obras de Lope de Vega y Calderón, Noches lúgubres de Cadalso y Miau de Galdós en 3.º y a Unamuno, Baroja, Machado, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, poesía del Grupo del 27, Delibes, Cela, Blas de Otero, Luis Martín Santos, Buero Vallejo y Eduardo Mendoza en COU. A esta relación añadimos otros como Antígona, la Odisea, El discurso del método… Ninguno de aquellos alumnos del antiguo BUP terminó el bachillerato siendo un especialista en literatura española, pero sí habiendo adquirido una formación cultural y literaria más sólida y un pensamiento más crítico que los alumnos que terminan hoy la etapa. Muchas de aquellas lecturas fueron difíciles, incluso entonces algunas de ellas no nos aportaron nada, ni siquiera el esfuerzo que exigía su lectura cuajó en nosotros, pero, maldita sea, no nos frustraron, ni impidieron que los que las leíamos, siguiéramos leyendo.

Reitero la idea inicial: lo más grato para un profesor de literatura es leer grandes obras con sus alumnos, observar su progreso, escuchar sus reflexiones a partir del texto, ver sus rostros de sorpresa y admiración al encontrar una clave fundamental en el argumento, descubrir que el texto va más allá del momento de lectura, admirar y a veces hacer crítica de un tópico, mostrar la evolución de un tema a lo largo de diferentes épocas, y sobre todo, crear la duda en sus convicciones, desmontar prejuicios o estereotipos y dejar que llegue el silencio de la reflexión. El trabajo del profesor de literatura es acercar, presentar a los clásicos, darles a estos la oportunidad de seguir existiendo en la mente de los alumnos, darles la posibilidad de que sigan siendo parte importante de su formación personal, autónoma y crítica. El profesor, “sin violencia”, debe presentarlos de la misma manera que presenta a un amigo al que ama, facilitando el trabajo, desterrando reticencias y sin poner obstáculos.

Desde hace tiempo, vengo observando que los profesores de esta materia nos hemos rendido. Hemos claudicado ante esa idea tan extendida de que “¿cómo vamos a fomentar el gusto por la lectura, si mandamos leer un tocho difícil de entender?” o “¿cómo quieres que lean si les obligas a leer El Quijote?” Hemos caído en la trampa de la lectura fácil, de tal manera que al allanar tanto el camino, lo hemos convertido en un viaje monótono y aburrido. Ninguno de los alumnos de este Centro que ha leído Edipo, rey se ha quedado indiferente: a todos les ha sorprendido y les ha gustado –Edipo nunca falla-; de los alumnos que tuve hace 15 años, ninguno se arrepintió de haber leído El Quijote; y el curso pasado, dos alumnos leyeron Ana Karenina en un mes, y es más, uno de ellos pasó de Tolstoi a Dostoyevski por decisión propia. Francamente, merece la pena.

Hace tres años una alumna de 2.º de ESO, a la pregunta de examen sobre qué le habían parecido la lecturas de una adaptación de Oliver Twist y La música del viento de Jordi Sierra i Fabra, me sorprendió con la respuesta de que no le habían aportado nada, no había aprendido nada, habían sido demasiado fáciles. La respuesta pellizcó en el orgullo de la profesora, pero también sirvió para asumir el riesgo y optar por los que no decepcionan: Galdós, Poe, Steinbeck, Cela… sin adaptar; porque a determinada edad, la lectura ha de exigir un esfuerzo intelectual, debe ralentizarse para hacerse más reflexiva y superar la necesidad de la “intriga” para querer terminarlo. Espero que de lo expuesto nadie entienda que propongo leer el Lazarillo en 1.º de ESO; pero creo que es exigible que si se opta por un clásico en bachillerato, sea en ediciones no adaptadas: les costará a los alumnos, pero para algunos habrá merecido la pena. La lectura de los textos clásicos necesita su tiempo lento y también su iniciación; ahora bien, sin obligaciones ni porcentajes en la calificación.

Fomentar el gusto por la lectura en los jóvenes de hoy es como cogerlos de la mano y obligarles a ir contra corriente. La lectura de obras literarias de calidad exige una calma, un silencio y una reflexión meditada que se opone al estilo de vida actual, donde la prisa, el ruido, la inmediatez, la rápida caducidad de noticias, la espontaneidad e irreflexión del tuit imponen un ritmo frenético tal que impiden procesar las ideas con responsabilidad o defender opiniones que sean verdaderamente personales y libres. Pero la escuela no ha de seguir el mismo ritmo. Toda la formación académica de un joven, desde la escuela a la universidad, tiene como fin último el desarrollo del “ser”, es decir, el formar íntegramente la personalidad del adulto en el que puede convertirse. La lectura es un instrumento fundamental de esa formación. Fuera de los centros académicos hay miles de libros que están al alcance de cualquier joven, que responden a sus gustos actuales, pues para eso están los estudios de mercado. Soy partidaria de su consumo, ya que son la clave para fomentar la lectura, deben ser recomendados en clase, dinamizados en bibliotecas tanto municipales como escolares y fomentados en las familias. Pero la escuela debe proporcionar aquello que la sociedad no te da, ha de ser alternativa a la “moda”, a lo efímero. Por ello ha de tener un lugar para los clásicos, para conocerlos sin prisa, sin las ataduras a la consecución de unos objetivos mínimos en un tiempo determinado.

El esfuerzo y la calma que exige la lectura de obras clásicas no puede ser un argumento para odiar la lectura o la literatura. La escuela debe ser la institución que defienda la pervivencia y la difusión de las obras literarias y filosóficas, para que estas sean parte fundamental de esa formación integral y personal de los jóvenes. Si se pierde esta oportunidad, se perderá la voz de Platón, de Homero, de Shakespeare, de Cervantes…, la palabra de los que han sabido ver y han interpretado su mundo, que es también el nuestro. Por esto, desde aquí reivindico la vuelta a los clásicos de la literatura universal.

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