Éric Vuillard: 14 de julio

MANUEL DE CASTRO DE DIEGO. Alumno de 1.º de Bachillerato HCS

14 de julio es una pequeña novela histórica centrada en la jornada que lleva su nombre del año 1789, en París, cuando el pueblo francés asaltó la Bastilla en un contexto histórico convulso donde el absolutismo, el arcaico orden feudal y la sociedad estamental estaban viéndose abajo para dejar paso a regímenes constitucionales en economías liberal-capitalistas. En esta novela se relata uno de los episodios más célebres de la Revolución Francesa (1789-1799) y a la vez, uno de los más documentados.

14 de julio es una obra detallista, tal vez en exceso. Vuillard en cierto sentido abusa de esto, volviéndose el relato barroco, pesado, con sus muchas referencias a las personas (porque aquí no se puede hablar de personajes) a sus vidas pasadas y futuras y a sus anhelos… además de la infinidad de puntos sobre las íes en todas las descripciones. Cierto es que, debido a la temática de la obra, centrándose en una jornada de apenas doce horas, obliga a esto para no convertir la pequeña novela en un relato, pero con este estilo la lectura en algunas partes es confusa, pesada y aburrida. ¡Hasta utiliza un capítulo entero para explicar los nombres de las personas y describir oficios e impresiones! También se echa en falta la narración de la reacción de Luis XVI a estos acontecimientos, ya que se dedica una parte destacable del texto a describir su pomposa vida y se hacen referencias a su persona entre la narración de la jornada del catorce. A mi parecer, fue una novela que podía haber aspirado a abarcar un rango temporal mayor despojándose de descripciones rococó que interrumpen la lectura.

Si bien es cierto esto, 14 de julio es una excelente novela para conocer, más allá de las frías páginas de los libros de texto, como aconteció esa histórica jornada en la que se puso en jaque al Antiguo Régimen. Se da rostro y cuerpo a la muchedumbre, dándole humanidad más allá de una turba de indignados hambrientos para conocer más a fondo sus motivos para hacer lo que hicieron. Además, se da un contexto general al principio de cómo estaba el Reino de Francia a últimos del siglo XVIII para ampliar las escuetas menciones de los libros de secundaria.

En definitiva, 14 de julio es una novela que humaniza a los anonimatos que hicieron la historia, que es además didáctica, pero que peca de suntuosidad y en la que la lectura se vuelve pesada en ciertos puntos.

Cogí el mosquete que había en el suelo. Bien. Estaba cargado con una bala que disparé a las almenas de la Bastilla. La nube de pólvora se juntó con las que habían provocado otras armas, con el humo que despedían aquellos dos carros de estiércol que estaban ardiendo en el patio del castillo impidiendo que tanto los soldados como nosotros, el pueblo alzado en armas, nos viéramos las caras. Pero estaban allí, temiendo, sí, temiéndonos porque sabían que ellos eran unas decenas, si acaso poco más que cien, pero nosotros éramos miles, una ciudad luchando entera contra una fortaleza centenaria. Me escurrí detrás de un barril, sorteando por el camino varios cuerpos inertes de compañeros, de amigos, hasta de familiares y me ajusté a la sesera mi viejo y roñoso tricornio. Después, saqué del bolsillo de mi chaqueta una bala y un poco de pólvora. Tal vez el proyectil no fuera del calibre del cañón, pero daba igual, algo tenía que hacer para ayudar a mis compañeros, a unos parisinos que estaban tan hambrientos como yo. Cuando volví a abrir fuego, derribando a un suizo que se precipitó en el foso, algunas mujeres de fuertes brazos estaban retirando los carros que nublaban la vista mientras más disparos se producían. Al hombre que tenía a mi derecha, armado con un corroído arcabuz y de aspecto bruto y simple, le alcanzaron en la frente, cayendo fulminado al instante.

Otros tantos estruendos, provocados por cañones apostados alrededor de la Bastilla, preconizaron melladas en la piedra, pero ni mucho menos derribaron el muro. Entonces, después de que el maldito Ayuntamiento enviara a pandillas de inútiles para parlamentar en vano buscando aquella insignia, con el único logro de demorar más la sangre, por fin uno de los soldados que guarecían la Bastilla agitó la bandera blanca entre las almenas. Pareció ser que la fuerza de una bayoneta superó a la de unas palabras elocuentes. La gente, el pueblo, se quedó anonadado con este hecho, más aún cuando la carta surgió por una de las troneras. Toda la gente se apresuró a entrar en el patio de la fortaleza para ver qué ocurría, mientras un chaval salía corriendo a contracorriente con un objetivo en mente que luego se desvelaría, pues entre la tronera y nosotros había un foso.

Como dice el refrán, después de la tormenta viene la calma, y quedó ejemplificado en aquella situación. El ruido de los mosquetes, de los cañones, la gente gritar, blasfemar, insultar… dio paso al más suave murmullo producido por la muchedumbre que penetraba en el patio del castillo expectante. Nunca he respirado mayor ansiedad y nerviosidad en mi vida que la de aquellos minutos, donde el brumoso cuchicheo y los graznidos de los cuervos esperando para llegar al festín inundaban el aire. Pero, como una trompa de agua avanzando por un cañón, se escuchaba cada vez con más fuerza cómo la gente lanzaba ánimos por la calle hasta que esas mismas alabanzas llegaron a los pies de la Bastilla. Era el mismo muchacho con tablones, los cuales fueron puestos sobre el foso en débil equilibrio. Presencié de primera mano, pues era uno de los que estaban delante del tumulto, cómo un desdichado intentó coger la carta, pero se cayó al agua de la zanja. Otro hombre fue el siguiente que lo intentó, consiguiendo esta vez el objetivo. ¡Se rendían, la Bastilla claudicaba ante el pueblo alzado en armas!

Otra espera a que las puertas se abrieran, pero una espera no pacífica como la anterior, sino que las gentes de París gritaban, clamaban para que las hojas de los portones también claudicaran como el castillo al que pertenecían. Por fin unos soldados -y yo entre los primeros- abrieron las puertas, entrando París en tropel. Quién sabe si por mi camino en dirección a los archivos la bayoneta de mi fusil fue manchada por sangre de algún suizo desprevenido; quién sabe si el gobernador sintió miedo cuando lo ensartaban hasta dejarlo como un colador, mostrando su cabeza incrustada en una pica como trofeo de caza mayor; quién sabe si algunas viudas lloraron la muerte de su marido, sublevado o soldado ¡Lo importante es que el castillo estaba tomado! Pero no por mucho tiempo, pues el pueblo pareció tener mayor fuerza que el diluvio universal y de la Bastilla no quedaron más que escombros al día siguiente. En lo que respecta a mi persona, me encargué personalmente de quemar todas las denuncias guardadas en el Archivo, entre las que se encontraban las mías por no pagar no sé qué impuestos. Había tantos que ni recuerdo si dejé de pagar el de la sal, el de las ventas o el de respirar… Pero, ¿qué más da? ¡Era el comienzo de nuestra libertad!

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