Diario de una pandemia

Una niña de la antigua Roma relata su vivencia durante la veniferia

LUCÍA SÁNCHEZ DE LA TORRE. 1.º de Bachillerato HCS

Sentada sobre una roca gruesa veo ondear la hierba como olas marinas mientras escribo. A lo lejos, un hombre corpulento dirige a los bueyes de un carro (plaustrum). Si no se desvía por la calzada que lleva a Tarento, será mi primer contacto con un hombre ajeno a mi padre en casi un año.

Probablemente quien esté ojeando este escrito se pregunte si he vivido un secuestro o he sido encarcelada por un tiempo. No, lector, ese no ha sido el problema; en este diario encontrarás la respuesta completa a tu pregunta.

Aquello que me mantuvo encerrada en casa fue bautizado por los sabios como “la veniferia”. El resto del pueblo romano ni siquiera posee el valor de nombrarlo. Aquello que nos atacó es “lo innombrable”.

Nicolas Poussin. La peste en Asdod. Museo del Louvre, París

La mañana del seis de marzo (Pridie Nonas Martias), un grupo de esclavos comprados por un comerciante griego a un viejo en Gades (Hispania), llegó a Roma con aspecto amarillo. El tendero, preocupado más por sus ganancias que por la calidad de la mercancía, repartió a sus siervos entre los patricios que pujaron por ellos. El cuerpo de los sometidos era tan vistoso que pagaron unos veinticinco mil sestercios per capita. Aún recuerdo cómo mi padre, un patricio de ambición bajo tierra, declaraba pensativo la actitud ansiosa de aquellos que apostaron por los esclavos.

Pues bien, tan solo tres días después de la compra, los deseosos patricios recibieron un mare magnum de desdicha: los esclavos cayeron enfermos y murieron. Los amos, indignados, acudieron a la plazuela en la que habían perdido sus miles de sestercios, mas no encontraron a quién reclamar. La furia duró lo que tardó en ponerse el sol, todo parecía haberse quedado en manos de la justicia olímpica.

Fue el diez de marzo (ante diem VI Idus Martias) el fallecimiento del primer patricio. El resto le siguió al Inframundo. Nadie se alarmó, nadie pensó en nada más que en la continuidad de la vida. Fuimos necios, ciegos frente a una enfermedad que corría dos pasos por delante de nosotros.

Dos semanas después, la inquietud estalló con los oráculos. Los dioses nos habían enviado el premio por nuestra avaricia, un castigo interno incapaz de abandonar nuestras entrañas.

El treinta y uno de marzo (Pridie Kalendas Apriles), la situación se volvió irresoluble: el pánico gobernaba nuestras cabezas y “la veniferia” se extendía dando saltos diarios de provincia en provincia.

Nuestro emperador Trajano había vuelto de conquistar la Dacia (117 d.C.) y, a pesar de las terribles circunstancias, organizó un desfile imperial por Roma. Los muertos se sucedían in crescendo, pero nuestro primus inter pares decía tenerlo todo bajo control.

En esos momentos, mi familia estaba encerrada en casa. Nuestro único contacto con el exterior se basaba en sacar la cabeza por una de las ventanas de la domus. Mi preceptor ya hacía tiempo que no había vuelto a darme clases de lira, los clientes de mi padre no habían asomado cabeza y los esclavos permanecían ocultos en la cocina.

Fue el doce de abril (Pridie Idus Apriles) hacia la hora sexta, cuando pequeños grupos de soldados anunciaron a voces por todas las calles de Roma la decisión de Trajano: todo el imperio entraría en fase de confinamiento total hasta la resolución absoluta de “la veniferia”. Todo fue viento en popa la primera semana, pero las disputas fueron incontrolables a partir de la segunda.

El desfile imperial había sido cancelado por motivos de seguridad; sin embargo, gran parte de los plebeyos salió a la calle en protesta por las pérdidas que aquella situación estaba ocasionando. El veintiuno de abril (ante diem XI Kalendas Maias), una muchedumbre furiosa se concentró en el Foro y reclamó libertad. Tan solo habían pasado nueve días, pero Roma ya se había convertido en un desorden airado.

Mi padre, preocupado por el bochorno, dedicó cada una de las horas del día a vivir en el silencio y a ofrecer sacrificios a nuestro larario (lararium).

Jules Elie Delaunay. Peste en Roma. Museo de Orsay, París

Yo me acostumbré a la rutina de la reclusión rápidamente, no me costó mucho adaptarme a aquello. Quizá me costó más esfuerzo entender por qué y para qué aquella enfermedad. De hecho, ni siquiera ahora mismo soy capaz de dar respuesta a esas preguntas.

Fue el mes de mayo cuando la situación se volvió completamente insostenible y el gobierno dejó todo en manos de Esculapio, dios de la medicina. Mi padre, en la reserva, solicitó nuestro traslado a la aislada villa que poseíamos. En un principio, dadas las circunstancias en las que se realizó la petición, fue denegada. No obstante, el uno de junio (Kalendas Iunias) nos confirmaron el traslado de toda la unidad doméstica a la villa.

Allí los días pasaban tan rápido que yo perdía la cuenta.

Pieter Bruegel el Viejo. El triunfo de la muerte. Museo del Prado, Madrid

El fin del confinamiento, que se declaró sine die, abrió las puertas de los hogares de Roma en agosto. Las autoridades aseguraron que todo se había resuelto y que el peligro tan solo era cuestión de días pasados. Tendríamos tiempo para organizar el culto a Vulcano, la Vulcanalia. Informados por un vendedor transeúnte, volvimos a nuestra domus en Roma. La gente pobló las calles, los vendedores montaron sus puestos rápidamente, las tabernas prendieron sus velas y los lupanares abrieron sus cortinas.

Algunos hechiceros denunciaron, entonces, frente a todos los templos, que el pueblo había sido engañado: la calle no era segura, “la veniferia” seguía acechándonos allí.

Aunque nadie creyó a los adivinos, pues todos confiaban en el gobierno, todo se desbordó precipitadamente. El ocho de agosto (ante diem VI Idus Augusteas) nuestro emperador Trajano falleció a causa de “la veniferia”. Tras el funeral del hispano, su hijo adoptivo, Adriano, recorrió las calles de Roma acompañado de su ejército y vestido con la toga picta, anunciando su ascenso al poder.

Tardamos menos de un mes en volver al confinamiento. Esta vez, con Adriano al frente, las medidas fueron más específicas y estrictas. Día y noche, turnos de guardias y soldados recorrían las calles para detener a aquellos que incumplieran las normas establecidas por el emperador. Parecíamos estar en guerra o invadidos. Esa vez no pudimos mudarnos a la villa.

Mis dos hermanas y yo dedicamos el tiempo a escuchar recitar a mi padre, a jugar con nuestras pupas (muñecas) y a ayudar a nuestra madre en la labor de tejer. Recolecté flores en nuestro peristilo (peristylum) para ofrecer a Minerva y pedir protección sobre Roma. Mi madre hizo lo mismo para Vesta.

De poco sirvieron las ofrendas, al menos las mías, pues muchos habitantes romanos se arruinaron, otros muchos habitantes murieron y los que quedamos nos alimentamos de soledad y aburrimiento.

Muchas veces me planteé que ese era el fin del mundo que conocía, de Roma, de todo. No obstante, en los meses de reclusión, no todo fue pena y miseria. La humanidad se volcó con ella misma. La población se volvió un único ser frente a la enfermedad. Se formó un espíritu colectivo difícil de quebrar.

Ya en diciembre, la victoria iluminó nuestros rostros, Roma volvió a ser Roma, y “la veniferia” quedó como un mal pasaje en la historia del imperio y de nuestras vidas. Un anciano brujo ideó un ungüento capaz de matar la enfermedad de un solo sorbo.

Hoy, sentada en esta piedra alejado de la villa, puedo decir que mi familia sobrevivió a “la enfermedad innombrable”, y diré también que la adversidad me hizo más fuerte. A mí, a todos, a Roma.

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