En nuestras manos

LUCÍA SÁNCHEZ DE LA TORRE. Alumna de 1.º de Bachillerato HCS

Coronavirus. FOTO: Google images

Que se nos escape entre los dedos no es una excusa. Esta vez no. Está en nuestras manos que se repita o no la situación que hemos vivido hace unos meses y que, en menor medida, seguimos viviendo.

El treinta y uno de marzo de 2020 se registraron 929 fallecimientos por Covid19 en España, siendo este uno de los datos más altos en cuanto a defunciones por coronavirus en nuestro país. En total, a día de hoy, nuestra conciencia lleva a cuestas 28.443 muertes causadas por el virus. A pesar de estos terroríficos datos, que a mí me dejan como un flan, sigue habiendo población que se toma la Covid19 a la ligera y que, terminado el confinamiento, ha guardado la mascarilla en el cajón de la mesita de noche.

Yo no soy viróloga, ni médico, ni epidemióloga, ni enfermera; pero he tenido la posibilidad de mirar el virus a los ojos. De mi experiencia deseo que nadie más lo viva. Creo que con esto lo he dicho todo.

Antes de que el Senara se empapara de soledad cerrando sus puertas temporalmente, llegué a casa diciendo que aquello que en las noticias nos narraban no era más que un cuento de un virus light que se llevaba por delante a los más débiles. Ahora que lo pienso, es lo más frío que he podido llegar a decir. Y lo más ignorante. ¿Qué sabría yo del coronavirus en marzo si ni siquiera lo había mirado de reojo?

Reuniones familiares, el cumpleaños de un colega, tardes de piscina con los primos, el asado de los vecinos… Esto es lo que estoy viendo ahora en el mundo. Claro, mientras se tomen las precauciones óptimas, no tendríamos de qué preocuparnos; sin embargo, cuando cometamos un error mínimo, ¿nos percataremos de ello?, ¿tendremos miedo?, ¿dependeremos de medios mecánicos para poder respirar en un futuro cercano? Yo no puedo dar respuesta a estas preguntas, pues cada caso y cada riesgo es distinto y no soy adivina; pero como dice mi abuela: “es mejor prevenir que curar”. ¿En qué piensan esos pollos sin cabeza que creen que el coronavirus no les va a llegar? ¿Es que acaso ellos viven en una cápsula de titanio invisible que la Covid19 es incapaz de penetrar? No lo entiendo. Lo intento y sigo sin entenderlo.

Según una serie de datos tomados por el INE a principios de mayo, veintidós enfermos de entre veinte y veintinueve años en España murieron, mientras que de entre ochenta y ochenta y nueve años fueron siete mil ciento diecisiete los fallecidos. No obstante, en estos días, el número de jóvenes ingresados graves por coronavirus está aumentando, a pesar de que la letalidad permanece en un 0,3-0,4 %, según informa El País. Los datos no solo nos hacen ver que la juventud no es inmune, sino también nos abren los ojos: ¡haya precaución! Asimismo, si nos importan los que nos rodean, nuestros seres queridos, no los pongamos en peligro.

En mi opinión, todo es cuestión de costumbre. Al igual que se tiene un hábito de estudio, o un hábito de “cotilleo” en redes sociales -por poner otro ejemplo-, debemos ir implantando en nuestra vida el hábito de lavarnos las manos, llevar bien puesta la mascarilla, guardar las distancias… 

Estamos experimentando un verano atípico: sin concentraciones, sin fiestas y sin vacaciones –al menos para mí-. Creo que todos tenemos ganas de volver a la “normalidad” de hace un año, pero la Covid19 sigue ahí, y si queremos “normalidad” únicamente la conseguiremos si nos planteamos y llevamos a cabo el cambio. ¡Responsabilidad!

Está en nuestras manos, ya lo he dicho. Está, especialmente, en las manos de los jóvenes. Creemos que no nos llegará nunca a pesar de que existe un 0,3-0,4 % de probabilidades de morir, es decir, no es nulo, ya es algo. No obstante, miremos más allá, ¿y los que nos rodean? ¿Padres? ¿Tíos? ¿Abuelos? ¿Amigos?

Ocio nocturno en Barcelona. FOTO: Google images

Pondré un ejemplo claro y breve para concretar mi mensaje: un sujeto de dieciocho años acude a una fiesta en una discoteca en compañía de cinco amigos. El sujeto vive en un apartamento de cincuenta metros cuadrados con sus padres, uno de ellos tiene problemas cardíacos. El sujeto bebe un refresco mientras baila con sus cinco amigos, todos ellos sin mascarilla, ya que están bebiendo. Uno de los amigos se encuentra con un conocido, que se une al corro en las mismas condiciones que el resto (sin mascarilla). El grupo se hace una foto rodeados por otros amantes de la noche (sin mascarilla y sin distancias, claro). El sujeto vuelve a casa arropado por sus cinco amigos, el conocido y un nuevo compañero, invisible para sus ojos, que le llevará de la mano a la UCI del hospital.

Pondré un segundo y último ejemplo: un sujeto de treinta años acude al cumpleaños de uno de sus primos que se celebrará en un jardín, al aire libre. El sujeto comparte vivienda con su pareja, su hijo y sus suegros. El sujeto saluda a sus familiares con cálidos abrazos, necesarios después de los tres meses que los mantuvieron separados. Algunos deciden estrenar el verano con un buen chapuzón en la piscina (sin mascarilla y sin distancias, claro). Todos comen y beben mientras debaten sobre la gestión de la pandemia (sin mascarilla y sin distancias, de nuevo). El sujeto vuelve a casa solo. A los diez días, la familia descubre un nuevo miembro, conocido en todo el mundo, que les abrirá las puertas del velatorio.

Después de esta reflexión personal, cruda y realista, me pregunto: ¿qué es lo que tiene que ocurrir para que los que se lo toman a la ligera se lo empiecen a tomar en serio?

Está en nuestras manos. Lo repito.

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